LA LOBA DEL CASTILLO
Tamara Paloma
“La bacinica, apura, apura”, me gritó con voz aguda desde su cama. Y yo fui de inmediato, porque a pesar de ser una mujer que le raspaba los últimos sabores a la olla de la vida, había terminado enterrando a toda la familia, y más valía hacerle caso. Sus chacales no permitían que nadie se saliera del camino.
Ni bien entré a su dormitorio con el
armatoste, la anciana se levantó de su cama con ayuda de los dos hombres que
siempre estaban a su lado, y que ni para ayudar a la vieja dejaban los
pistolones.
Era un espectáculo deprimente verla,
con su piel como plástico quemado al sol, ser llevada hasta la silla especial
que sostenía el bacín mientras lanzaba injurias cantadas. Pero así, empezaban
todas nuestras mañanas, en la inmensa casa de estilo renacentista mandada a
construir en medio de la nada.
El castillo de la loba, que era como
le llamaban al lugar, tenía instaladas cámaras de seguridad por todos lados y
un sistema que permitía tener un efectivo servicio de internet inalámbrico,
desmontable y móvil.
La vieja comandaba a su red de
traficantes de niños desde su lecho “Mira y aprende de los negocios,
mequetrefe”, me repetía cada vez que le traían los fajos de dinero recolectado
por los servicios prestados.
Yo me dedicaba a cocinar los
pastelillos fritos que se le antojaban, también las empanadas que ella tragaba
con devoción junto a su infaltable vino de misa. Su panza era enorme y siempre
me provocó repulsión. De pequeña, cuando aún vivía con mis padres en una
pequeña casa de la ciudad donde supimos ser felices, la anciana gozaba con el
rostro de terror que yo ponía cada vez que me decía al oído, mientras
tamborileaba, con ambas manos, sus masas “Aquí adentro, tengo a todos los niños
que me he ido comiendo”. Esos días de visita eran mi pesadilla y cuando mis
padres murieron, aquellas terroríficas imágenes se terminarían clavando en mi
vida cotidiana.
Aunque casi nunca se me permitía
salir del castillo, una mañana tuve que ir a comprar algunos de los víveres que
faltaban para los pasteles de cerdo. Ninguna de las camionetas estaba
disponible para ir por el recado, así que tuve que tomar mi bicicleta y cruzar
la carretera hacia el mercadillo más cercano. Mi abuela temía que alguno de
esos sabuesos con sueldo olfatearan el infiernillo y terminaran arruinando su
negocio. Y me advirtió mientras clavaba su arqueada uña en mi rostro “No hables
con nadie. Mucho menos con los hombres de verde”.
Seguí las instrucciones de la vieja, incluyendo la de ir a recoger su paquete de hierba para aprovechar el viaje. Pero en el camino me intervinieron dos hombres.
– ¿Vienes del Castillo de la “Loba Merino”? –me preguntaron.
– …
– Pues ahora nos llevas hacia allá –dijo amenazante uno de ellos y me mostró la placa de policía que llevaba oculta bajo su camisa a cuadros.
Cuando llegamos a casa, mi abuela me
esperaba en la sala. Nos recibió cordialmente y les ofreció a los hombres tomar
el té con un buen trozo de pastel de acelga, antes de responder las preguntas
que venían a hacerle como parte de un proceso de investigación, o algo así.
Los hombres le siguieron la cuerda.
Era probable que supieran más de lo que aparentaban, pero mi abuela que era una
víbora de siete cabezas simuló ser una anciana inocente. Hasta su timbre se
hizo dulce, cordial y, por un momento, me hizo olvidar toda la serie de
atrocidades que había presenciado por indicaciones suyas.
Los hombres no habían logrado darle ni tres bocados al pastel cuando cayeron muertos. Mi abuela recobró su verdadero espíritu y me ordenó, aún con los cuerpos calientes delante de nuestros pies:
– Vamos, apúrate. Desviste a estos gaznápiros…
Yo obedecí, como me había acostumbrado a hacerlo. De manera instintiva guarde entre mis prendas los revólveres que las víctimas llevaban en el cinto. Ella seguía requintando a toda voz:
– … Pues venirme a mí con interrogatorios y cojudeces… Luego los
metes al horno que está al fondo del jardín y prendes el fuego. Yo llevaré la
sal de Merquén.
– No. No puedes hacer eso –grité con espanto, pero como si
estuviésemos en mundos distintos, me respondió sin un solo gesto de
culpabilidad.
– Bueno, si quieres no le ponemos tanto picante. Dejemos el Merquén y le echamos la aburrida sal con ajos que le gustaba a tu padre.
No tengo seguridad de cuántas horas
pasaron. Mordí todas mis uñas de angustia y para cuando llegaron los hombres de
mi abuela, los del horno ya estaban preparados, con la piel crocante como a
ella le gustaba.
Doña “Mochita”, que la servía siempre
fiel y que nunca le daba la contra desde que le mocharon la lengua por haberlo intentado
hace años, acomodó la mesa larga con el mantel de fiesta, y todos los
malandrines con sus armas aún calientes después de la faena, se sentaron para
compartir los platillos recién preparados.
Los tintos comenzaron a correr como
si el milagrero en persona hubiera vuelto del Cielo para cumplir el pedido de
su santa madre. La cumbia villera retumbaba en todo el castillo.
En un rincón, yo empuñaba las armas
que llevaba en los bolsillos, rogaba una señal, buscaba una decisión. En los
cuentos, el lobo siempre muere.
LA TORRE
Tamara Paloma
Es verdad que corríamos peligro allí,
pero era el mejor lugar en el que podíamos ocultarnos, porque a nadie jamás se
le ocurriría considerarlo un escondite. Esa piojera no era visible. Las
presencias más obvias suelen pasarse por alto.
El olor a orín de la Torre nos penetraba
hasta provocarnos arcadas. Teníamos que cuidar nuestros pasos para no patear a
los zombis que estaban regados por el suelo, arrinconados, calentando sus pipas
o moliendo cristales.
Afuera de la Torre, la situación no
era mejor. Si no era la policía la que te perseguía para golpearte, lo
terminaban haciendo las bandas de adictos, la gente hambrienta o alguien que,
simplemente, encontraba que matarte sería la forma más sencilla de arrebatarte
el abrigo que llevabas puesto.
Imaginamos que el estado calamitoso
de los habitantes de la Torre los haría asentarse en el primer piso, el más
cercano a la entrada. Pero tuvimos que subir al segundo y luego al tercer nivel
buscando algo de espacio. Cada rincón estaba alfombrado de estos. Debíamos
eludir a los yonquis de las escalinatas como si se tratasen de minas
antipersonales.
Las sirenas y gritos se acentuaban
conforme íbamos llegando a lo más alto de la estructura. A pesar de la
oscuridad, encontramos unas escaleras de emergencia incrustadas en la pared.
Subimos por ellas hasta dar con una puerta de fierro asegurada con un candado
que rompimos. En el estómago de ese estrecho recinto descubrimos unas calderas.
El lugar era cálido, silencioso y lo mejor era que a nadie se le había ocurrido
llegar hasta ahí.
En una de las paredes había un pequeño
espejo. Mi reflejo me sorprendió o debo decir, más bien, me horrorizó. Era la
primera vez que lograba verme, después de las cien noches desde que tuvimos que
huir de casa.
No lograba determinar si las manchas
eran del espejo o eran de mi rostro ojeroso, envejecido por los recientes
acontecimientos. La muerte, alrededor de uno, termina trasladándote su rostro,
sus gestos, como aquellas parejas que llevan años juntos.
Durante dos días nos sentimos los
reyes en ese espacio abandonado. Cuando vimos unas arañas en los rincones quisimos
creer que estaríamos bien en él. “Las arañas nunca se equivocan”, dije
triunfante. Mi acompañante llevó su dedo índice hacia sus labios aconsejando
silencio.
Poco importaba el hambre y el frío;
en esas circunstancias la ausencia de miedo resultaba un lujo que pocos podían
agradecer. Pero el pequeño placer fue interrumpido por una serie de choques de
metal contra la roca. Algo parecido a lo provocado por una lampa cuando cava en
la dureza de un suelo pedregoso. El sonido se acercaba hacia nosotros.
Imaginé las garras de un demonio
rodeando la Torre, trepando por ella y entré en pánico. Una bofetada brutal me
hizo volver a la realidad, que no era mucho más tranquilizadora, pero al menos,
al ver a mi acompañante y saber que algo de cordura aún guardaba pese a haber
perdido a toda su familia en una de las explosiones, me obligó a seguirlo.
Decidimos que lo mejor era saber qué causaba
aquel ruido que en su aproximación traía, también, los gruñidos similares a los
de una jauría. Trepé sobre los hombros de mi compañero hasta lograr encaramarme
en el marco de una ventana elevada del cuarto.
Una horda de furibundos subía en
tropel por cuerdas sujetadas a garras de escalada. Algunos de ellos tosían
sangre pero su evidente contaminación ya no nos provocaba temor porque de alcanzarnos,
nuestro destino sería más siniestro que la muerte provocada por la peste.
Sin decirnos una palabra, nos
lanzamos hasta los controles de las calderas y los manipulamos buscando que las
agujas indicaran exceso de calentamiento.
*
Esa fue mi declaración en el purgatorio.
Logramos volar la Torre y reventar junto a las llamaradas de fuego que nos han
traído hasta aquí. A este espacio sin luz ni sombra, sin sonido, sin gravedad,
sin esperanza.
EL RECOLECTOR
Tamara Paloma
Cuando el muerto echó el alma pa afuera, lo primero que
esta hizo fue comenzar a recoger sus pasos. La huesuda se lo había llevado tan
rápido, que ni tiempo le había dado pa despedirse y menos pa dejar las cuentas
claras.
Recoger el beso flotante de las mujeres que lo lloraban le
facilitó cargar con los recuerdos que había tejido con ellas y los sueños
inconclusos. Porque hasta un Nadie como él, tiene derecho a soñar y a recoger
los pedacitos que salen volando cuando una ráfaga de balas termina rompiéndote
la madre.
Así que con su guardadito de recuerdos se fue hacia su casa
de la infancia, allá lejos, a la vuelta de las montañas sin nombre, por donde
no revolotean ni los gallinazos, y agregó a su montoncito las canciones de
cuna, los cuentos de la abuela, los ladridos de Zandor mordiéndole las patas a
los cerdos pulgosos y a los repartidores en bicicleta; pero fue inevitable
también recoger los gritos de su padre que exhalaba odio por la piel cada vez
que se le ocurría volver, mientras él, pequeño como un renacuajo, se ocultaba
detrás del viejo armario.
Con la habilidad que tienen las almas, esta logró llegar
hasta el Río Escarlata y recogió con su memoria de alma en pena, ese aroma a
manzanilla que traía siempre en los cabellos la niña de sus amores de escuela.
Aprovechando ese porrazo que se siente cuando se recuerda un amor, el alma
recogió, la mirada de aquella niña, dejándola pegada en la suya.
Luego, elevó su condición sobre el río, hasta que la ruta
lo condujo al mar, y allí se apoderó del ronroneo de las olas que montaba
siendo pescador, y de la noche infame, cuando se perdieron durante una tormenta
con los compañeros atacados por un tiburón o algo parecido que salió de la
oscura garganta del diablo para partirles el bote de un coletazo.
De los tres, solo él sobrevivió. “Pa que correrse de la
muerte, si igualito te alcanza” le había dicho siempre el borracho sepulturero
y esa frase fue la que lo mantuvo calmado esperándola, pero la flacucha –esa
noche– no tenía tiempo para citas con él.
Y del mar pasó a la ciudad, con sus panópticos gigantes y
sus millones de ojos de fuego avanzando veloces por los ríos de cemento. Y de
allí, el alma fue directo a su última madriguera pa desenterrar un costalillo
de billetes que no lograron quedarse en sus manos cuando trató de sacarlos.
–No es que el dinero fuera lo más importante en este mundo,
pero las deudas hay que saber pagarlas –se dijo el alma– porque si no se
cumple, ellas vienen a cobrarse solitas.
Se quedó pasmada el alma con la sensación lejana de haber
recuperado el último recuerdo antes de abandonar su cuerpo, cuando descubrió su
cadáver ya frío, con huellas de las balas que se habían transformado en
lágrimas pesadas.
No haberle querido pagar a la poli por el cupo, no había
sido una buena idea, pero tampoco era para que lo convirtieran en colador
humano y menos frente a la hija y la mujer.
Su cuerpo seguía abandonado, las que lo lloraban ya no
estaban, y el lugar acordonado pero sin policías parecía haber estado esperando
por la última función del alma. Los polis, en el bar, celebraban despreocupados
la buena caza del día.
“Las deudas hay que saber pagarlas” se repitió el alma, y sobrevoló con furia alrededor de la mesa, haciéndoles saltar a sus deudores los vasos de las manos, las chapas policiacas y el trago de la boca, de donde robó sus almas para meterlas al fondo de su guardadito de objetos perdidos.
CONSIDERACIONES PARA EL JUEGO
Tamara Paloma
Despliegue el
tablero y abra una cuenta en el Banco. Perderá su turno hasta que tenga un
historial crediticio. Si logró entrar al juego, atrape un marido o una esposa
que se vean confiables. Busque hacerse de una propiedad en un barrio donde el
impuesto predial sea bajo, pero que pueda beneficiarse con los buenos servicios
municipales del distrito vecino. Pida el crédito. Lance los dados. Pague la
inicial y prepare una buena cantidad de estoicismo para beberlo durante 15 años
o más. Disfrute de su nuevo hogar porque pronto el sistema le quitará su empleo
y su seguro de salud. Lo sentimos. Retroceda tres casillas.
Por problemas
económicos, le espera el divorcio en la siguiente parada. Júntese con otros
como usted. Existen muchos por la ciudad. GAME OVER.
Si aún respira,
vuelva a intentarlo. Quizá haya aprendido que el truco estaba en abrir la
bóveda del banco, no la cuenta.