lunes, 18 de octubre de 2021

Selección de cuentos

 

LA LOBA DEL CASTILLO

                                                                                                                Tamara Paloma


“La bacinica, apura, apura”, me gritó con voz aguda desde su cama. Y yo fui de inmediato, porque a pesar de ser una mujer que le raspaba los últimos sabores a la olla de la vida, había terminado enterrando a toda la familia, y más valía hacerle caso. Sus chacales no permitían que nadie se saliera del camino.

Ni bien entré a su dormitorio con el armatoste, la anciana se levantó de su cama con ayuda de los dos hombres que siempre estaban a su lado, y que ni para ayudar a la vieja dejaban los pistolones.

Era un espectáculo deprimente verla, con su piel como plástico quemado al sol, ser llevada hasta la silla especial que sostenía el bacín mientras lanzaba injurias cantadas. Pero así, empezaban todas nuestras mañanas, en la inmensa casa de estilo renacentista mandada a construir en medio de la nada.

El castillo de la loba, que era como le llamaban al lugar, tenía instaladas cámaras de seguridad por todos lados y un sistema que permitía tener un efectivo servicio de internet inalámbrico, desmontable y móvil.

La vieja comandaba a su red de traficantes de niños desde su lecho “Mira y aprende de los negocios, mequetrefe”, me repetía cada vez que le traían los fajos de dinero recolectado por los servicios prestados.

Yo me dedicaba a cocinar los pastelillos fritos que se le antojaban, también las empanadas que ella tragaba con devoción junto a su infaltable vino de misa. Su panza era enorme y siempre me provocó repulsión. De pequeña, cuando aún vivía con mis padres en una pequeña casa de la ciudad donde supimos ser felices, la anciana gozaba con el rostro de terror que yo ponía cada vez que me decía al oído, mientras tamborileaba, con ambas manos, sus masas “Aquí adentro, tengo a todos los niños que me he ido comiendo”. Esos días de visita eran mi pesadilla y cuando mis padres murieron, aquellas terroríficas imágenes se terminarían clavando en mi vida cotidiana.

Aunque casi nunca se me permitía salir del castillo, una mañana tuve que ir a comprar algunos de los víveres que faltaban para los pasteles de cerdo. Ninguna de las camionetas estaba disponible para ir por el recado, así que tuve que tomar mi bicicleta y cruzar la carretera hacia el mercadillo más cercano. Mi abuela temía que alguno de esos sabuesos con sueldo olfatearan el infiernillo y terminaran arruinando su negocio. Y me advirtió mientras clavaba su arqueada uña en mi rostro “No hables con nadie. Mucho menos con los hombres de verde”.

Seguí las instrucciones de la vieja, incluyendo la de ir a recoger su paquete de hierba para aprovechar el viaje. Pero en el camino me intervinieron dos hombres.

   ¿Vienes del Castillo de la “Loba Merino”? –me preguntaron.

  

   Pues ahora nos llevas hacia allá –dijo amenazante uno de ellos y me mostró la placa de policía que llevaba oculta bajo su camisa a cuadros.

Cuando llegamos a casa, mi abuela me esperaba en la sala. Nos recibió cordialmente y les ofreció a los hombres tomar el té con un buen trozo de pastel de acelga, antes de responder las preguntas que venían a hacerle como parte de un proceso de investigación, o algo así.

Los hombres le siguieron la cuerda. Era probable que supieran más de lo que aparentaban, pero mi abuela que era una víbora de siete cabezas simuló ser una anciana inocente. Hasta su timbre se hizo dulce, cordial y, por un momento, me hizo olvidar toda la serie de atrocidades que había presenciado por indicaciones suyas.

Los hombres no habían logrado darle ni tres bocados al pastel cuando cayeron muertos. Mi abuela recobró su verdadero espíritu y me ordenó, aún con los cuerpos calientes delante de nuestros pies:

   Vamos, apúrate. Desviste a estos gaznápiros…

Yo obedecí, como me había acostumbrado a hacerlo. De manera instintiva guarde entre mis prendas los revólveres que las víctimas llevaban en el cinto. Ella seguía requintando a toda voz:

   … Pues venirme a mí con interrogatorios y cojudeces… Luego los metes al horno que está al fondo del jardín y prendes el fuego. Yo llevaré la sal de Merquén.

   No. No puedes hacer eso –grité con espanto, pero como si estuviésemos en mundos distintos, me respondió sin un solo gesto de culpabilidad.

   Bueno, si quieres no le ponemos tanto picante. Dejemos el Merquén y le echamos la aburrida sal con ajos que le gustaba a tu padre.

No tengo seguridad de cuántas horas pasaron. Mordí todas mis uñas de angustia y para cuando llegaron los hombres de mi abuela, los del horno ya estaban preparados, con la piel crocante como a ella le gustaba.

Doña “Mochita”, que la servía siempre fiel y que nunca le daba la contra desde que le mocharon la lengua por haberlo intentado hace años, acomodó la mesa larga con el mantel de fiesta, y todos los malandrines con sus armas aún calientes después de la faena, se sentaron para compartir los platillos recién preparados.

Los tintos comenzaron a correr como si el milagrero en persona hubiera vuelto del Cielo para cumplir el pedido de su santa madre. La cumbia villera retumbaba en todo el castillo.

En un rincón, yo empuñaba las armas que llevaba en los bolsillos, rogaba una señal, buscaba una decisión. En los cuentos, el lobo siempre muere.

 



LA TORRE

                                                                                                                 Tamara Paloma


Habíamos logrado refugiarnos en la Torre, una guarida de adictos que a pesar de las persecuciones de los milicos seguía activa en los barrios bajos de la zona conocida como la Fatriquera del Diablo.

Es verdad que corríamos peligro allí, pero era el mejor lugar en el que podíamos ocultarnos, porque a nadie jamás se le ocurriría considerarlo un escondite. Esa piojera no era visible. Las presencias más obvias suelen pasarse por alto.

El olor a orín de la Torre nos penetraba hasta provocarnos arcadas. Teníamos que cuidar nuestros pasos para no patear a los zombis que estaban regados por el suelo, arrinconados, calentando sus pipas o moliendo cristales.

Afuera de la Torre, la situación no era mejor. Si no era la policía la que te perseguía para golpearte, lo terminaban haciendo las bandas de adictos, la gente hambrienta o alguien que, simplemente, encontraba que matarte sería la forma más sencilla de arrebatarte el abrigo que llevabas puesto.

Imaginamos que el estado calamitoso de los habitantes de la Torre los haría asentarse en el primer piso, el más cercano a la entrada. Pero tuvimos que subir al segundo y luego al tercer nivel buscando algo de espacio. Cada rincón estaba alfombrado de estos. Debíamos eludir a los yonquis de las escalinatas como si se tratasen de minas antipersonales.

Las sirenas y gritos se acentuaban conforme íbamos llegando a lo más alto de la estructura. A pesar de la oscuridad, encontramos unas escaleras de emergencia incrustadas en la pared. Subimos por ellas hasta dar con una puerta de fierro asegurada con un candado que rompimos. En el estómago de ese estrecho recinto descubrimos unas calderas. El lugar era cálido, silencioso y lo mejor era que a nadie se le había ocurrido llegar hasta ahí.

En una de las paredes había un pequeño espejo. Mi reflejo me sorprendió o debo decir, más bien, me horrorizó. Era la primera vez que lograba verme, después de las cien noches desde que tuvimos que huir de casa.

No lograba determinar si las manchas eran del espejo o eran de mi rostro ojeroso, envejecido por los recientes acontecimientos. La muerte, alrededor de uno, termina trasladándote su rostro, sus gestos, como aquellas parejas que llevan años juntos.

Durante dos días nos sentimos los reyes en ese espacio abandonado. Cuando vimos unas arañas en los rincones quisimos creer que estaríamos bien en él. “Las arañas nunca se equivocan”, dije triunfante. Mi acompañante llevó su dedo índice hacia sus labios aconsejando silencio.

Poco importaba el hambre y el frío; en esas circunstancias la ausencia de miedo resultaba un lujo que pocos podían agradecer. Pero el pequeño placer fue interrumpido por una serie de choques de metal contra la roca. Algo parecido a lo provocado por una lampa cuando cava en la dureza de un suelo pedregoso. El sonido se acercaba hacia nosotros.

Imaginé las garras de un demonio rodeando la Torre, trepando por ella y entré en pánico. Una bofetada brutal me hizo volver a la realidad, que no era mucho más tranquilizadora, pero al menos, al ver a mi acompañante y saber que algo de cordura aún guardaba pese a haber perdido a toda su familia en una de las explosiones, me obligó a seguirlo.

Decidimos que lo mejor era saber qué causaba aquel ruido que en su aproximación traía, también, los gruñidos similares a los de una jauría. Trepé sobre los hombros de mi compañero hasta lograr encaramarme en el marco de una ventana elevada del cuarto.

Una horda de furibundos subía en tropel por cuerdas sujetadas a garras de escalada. Algunos de ellos tosían sangre pero su evidente contaminación ya no nos provocaba temor porque de alcanzarnos, nuestro destino sería más siniestro que la muerte provocada por la peste.

Sin decirnos una palabra, nos lanzamos hasta los controles de las calderas y los manipulamos buscando que las agujas indicaran exceso de calentamiento.

*

Esa fue mi declaración en el purgatorio. Logramos volar la Torre y reventar junto a las llamaradas de fuego que nos han traído hasta aquí. A este espacio sin luz ni sombra, sin sonido, sin gravedad, sin esperanza.



EL RECOLECTOR

                                                                                                        Tamara Paloma

Cuando el muerto echó el alma pa afuera, lo primero que esta hizo fue comenzar a recoger sus pasos. La huesuda se lo había llevado tan rápido, que ni tiempo le había dado pa despedirse y menos pa dejar las cuentas claras.

Recoger el beso flotante de las mujeres que lo lloraban le facilitó cargar con los recuerdos que había tejido con ellas y los sueños inconclusos. Porque hasta un Nadie como él, tiene derecho a soñar y a recoger los pedacitos que salen volando cuando una ráfaga de balas termina rompiéndote la madre.

Así que con su guardadito de recuerdos se fue hacia su casa de la infancia, allá lejos, a la vuelta de las montañas sin nombre, por donde no revolotean ni los gallinazos, y agregó a su montoncito las canciones de cuna, los cuentos de la abuela, los ladridos de Zandor mordiéndole las patas a los cerdos pulgosos y a los repartidores en bicicleta; pero fue inevitable también recoger los gritos de su padre que exhalaba odio por la piel cada vez que se le ocurría volver, mientras él, pequeño como un renacuajo, se ocultaba detrás del viejo armario.

Con la habilidad que tienen las almas, esta logró llegar hasta el Río Escarlata y recogió con su memoria de alma en pena, ese aroma a manzanilla que traía siempre en los cabellos la niña de sus amores de escuela. Aprovechando ese porrazo que se siente cuando se recuerda un amor, el alma recogió, la mirada de aquella niña, dejándola pegada en la suya.

Luego, elevó su condición sobre el río, hasta que la ruta lo condujo al mar, y allí se apoderó del ronroneo de las olas que montaba siendo pescador, y de la noche infame, cuando se perdieron durante una tormenta con los compañeros atacados por un tiburón o algo parecido que salió de la oscura garganta del diablo para partirles el bote de un coletazo.

De los tres, solo él sobrevivió. “Pa que correrse de la muerte, si igualito te alcanza” le había dicho siempre el borracho sepulturero y esa frase fue la que lo mantuvo calmado esperándola, pero la flacucha –esa noche– no tenía tiempo para citas con él. 

Y del mar pasó a la ciudad, con sus panópticos gigantes y sus millones de ojos de fuego avanzando veloces por los ríos de cemento. Y de allí, el alma fue directo a su última madriguera pa desenterrar un costalillo de billetes que no lograron quedarse en sus manos cuando trató de sacarlos.

–No es que el dinero fuera lo más importante en este mundo, pero las deudas hay que saber pagarlas –se dijo el alma– porque si no se cumple, ellas vienen a cobrarse solitas.

Se quedó pasmada el alma con la sensación lejana de haber recuperado el último recuerdo antes de abandonar su cuerpo, cuando descubrió su cadáver ya frío, con huellas de las balas que se habían transformado en lágrimas pesadas.

No haberle querido pagar a la poli por el cupo, no había sido una buena idea, pero tampoco era para que lo convirtieran en colador humano y menos frente a la hija y la mujer.

Su cuerpo seguía abandonado, las que lo lloraban ya no estaban, y el lugar acordonado pero sin policías parecía haber estado esperando por la última función del alma. Los polis, en el bar, celebraban despreocupados la buena caza del día.

“Las deudas hay que saber pagarlas” se repitió el alma, y sobrevoló con furia alrededor de la mesa, haciéndoles saltar a sus deudores los vasos de las manos, las chapas policiacas y el trago de la boca, de donde robó sus almas para meterlas al fondo de su guardadito de objetos perdidos. 


CONSIDERACIONES PARA EL JUEGO


                                                                                                        Tamara Paloma


Despliegue el tablero y abra una cuenta en el Banco. Perderá su turno hasta que tenga un historial crediticio. Si logró entrar al juego, atrape un marido o una esposa que se vean confiables. Busque hacerse de una propiedad en un barrio donde el impuesto predial sea bajo, pero que pueda beneficiarse con los buenos servicios municipales del distrito vecino. Pida el crédito. Lance los dados. Pague la inicial y prepare una buena cantidad de estoicismo para beberlo durante 15 años o más. Disfrute de su nuevo hogar porque pronto el sistema le quitará su empleo y su seguro de salud. Lo sentimos. Retroceda tres casillas.
Por problemas económicos, le espera el divorcio en la siguiente parada. Júntese con otros como usted. Existen muchos por la ciudad. GAME OVER.
Si aún respira, vuelva a intentarlo. Quizá haya aprendido que el truco estaba en abrir la bóveda del banco, no la cuenta.









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